A lo largo del siglo XIX la construcción del estado liberal pasó en España por la instrumentalización de la beneficencia y las políticas sociales con un objetivo fundamental: el mantenimiento del orden público y la erradicación de epidemias como principal problema de la salud pública. Sin embargo, la premisa no era acabar con la pobreza, uno de los problemas estructurales de la sociedad española, y por ello se privilegió el ahorro y el trabajo como valores básicos de las políticas sociales. Así, el ejercicio de reprimir a vagos y mendigos fue una constante que se prolongó en el siglo pasado 2 .
1 LA POLÍTICA SOCIAL DE LA DICTADURA FRANQUISTA 1 Manuel Ortiz Heras Damián A. González Madrid Universidad de Castilla – La Mancha (SEFT) 1. De las políticas sociales liberales al Estado social A lo largo del siglo XIX la construcción del estado liberal pasó en España por la instrumentalización de la beneficencia y las políticas sociales con un obje- tivo fundamental: el mantenimiento del orden público y la erradicación de epide- mias como principal problema de la salud pública. Sin embargo, la premisa no era acabar con la pobreza, uno de los problemas estructurales de la sociedad española, y por ello se privilegió el ahorro y el trabajo como valores básicos de las políticas sociales. Así, el ejercicio de reprimir a vagos y mendigos fue una constante que se prolongó en el siglo pasado 2 . En el ámbito de las políticas sanitarias la prioridad fue luchar contra las epidemias y mantener la salud pública, cosa que se llevó a cabo desde las pro- pias instituciones de beneficencia. Para ello se adoptaron medidas higiénicas preventivas y se establecieron procedimientos a aplicar en caso de epidemia. La atención a la enfermedad era considerada sólo cuando podía correr peligro el conjunto de la sociedad, como una medida de salud pública y no como una fór- mula que garantizara el derecho individual a la salud. Se entendía que los pobres podían ser propagadores de enfermedades, por lo que la asistencia facultativa y farmacéutica proporcionada por los servicios municipales de beneficencia tenía un carácter preventivo. En virtud de dicho planteamiento, las políticas liberales se dedicaron a traspasar buena parte del control de la beneficencia a manos del Estado, al considerar su mantenimiento una cuestión de orden público, sobre todo. El primer proyecto de nacionalización de la beneficencia se produjo con la Constitución de Cádiz de 1812. Los ayuntamientos serían los encargados del 1 Este trabajo forma parte del proyecto de investigación financiado por el MINECO ref. HAR2013- 47779-C3-3-P 2 Espuelas Barroso, Sergio (2013), La evolución del gasto social público en España 1850-2005”, Estudios de Historia Económica, 63, 9-29.
2 cuidado de los hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás establecimien- tos de beneficencia, decía el artículo 321. Por otro lado, las diputaciones provin- ciales asumían la tarea de “cuidar de que los establecimientos piadosos y de beneficencia llenen su respectivo objeto, proponiendo al gobierno las reglas que estimen conducentes para la reforma de los abusos que observaren”, según el artículo 325. La Ley de Beneficencia de 1822 reguló el funcionamiento de las casas de maternidad, donde se atendía sobre todo a mujeres embarazadas y solteras, las casas de socorro –los hospicios-, los socorros domiciliarios -que eran ayudas económicas para familias pobres-, la hospitalidad domiciliaria -o asistencia sani- taria domiciliaria- y los hospitales 3 . Con la Constitución de 1845 y las leyes de régimen local de ese mismo año se reorganizó la beneficencia, y se creó una nueva estructura administrativa que recortó las atribuciones de los ayuntamien- tos y se reforzaron las competencias de las provincias, a lo que sin duda también contribuyó la desamortización de Madoz. De hecho, en 1859 el 63,5% de los asistidos estaba en establecimientos de la beneficencia provincial 4 . Desgracia- damente, la desamortización general de 1855 provocó que muchas instituciones benéficas perdieron definitivamente la posibilidad de financiarse con sus rentas patrimoniales, ahora enajenadas, y pasaron a depender de las subvenciones pú- blicas y del pago incierto de los intereses de la deuda. De esta forma, muchas instituciones benéficas fueron declaradas públicas porque no podían autofinan- ciarse 5 . A lo largo del siglo XIX se produjo también un cambio en la estructura de la beneficencia. Los “hospitales tradicionales”, que se venían encargando de pro- veer ayudas de todo tipo a los pobres, fueron paulatinamente sustituidos por los hospicios. Se trataba más bien de centros de reclusión pensados para evitar la mendicidad y los problemas de orden público y, en la medida de lo posible, tra- taban de obligar a los pobres a trabajar. Estos hospicios ofrecían “asistencia” a colectivos específicos. Así fueron apareciendo las casas de expósitos, las casas 3 Barrada Rodríguez, Alfonso (2001), La protección social en España hacia 1845, Bilbao, Funda- ción BBV. 4 Carasa Soto, Pedro (1985), El sistema hospitalario español en el siglo XIX. De la asistencia benéfica al modelo sanitario actual, Valladolid, UVA. 5 Maza Zorrilla, Elena (1999), Pobreza y beneficencia en la España contemporánea, 1808-1936, Barcelona, Ariel.
3 de niños huérfanos y desamparados, las casas de maternidad, los asilos de an- cianos o los asilos de inválidos. En junio de 1838 el Senado estableció que la atención hospitalaria debía reservarse solo para los casos de mendigos y vagabundos que no pudiesen ser atendidos en sus casas y con sus familias. En el bienio progresista se aprobó la Ley de Sanidad -28 de noviembre de 1855- que volvería a obligar a los munici- pios a contratar a facultativos para ocuparse de la asistencia domiciliaria a los pobres. La asistencia sanitaria, fuese esta hospitalaria o domiciliaria, se reguló en las etapas más progresistas del liberalismo. Más tarde, con la Restauración –Real Decreto de 14 de junio de 1891-, se aprobó el Reglamento para el servicio sanitario de los pueblos. Se pretendía así hacer efectiva la aplicación de la Ley de Sanidad de 1855 en lo referente a la asistencia sanitaria. Desde entonces la beneficencia domiciliaria mejoró, hasta convertirse en el pilar clave de la acción social de los ayuntamientos respecto al vecindario pobre. De hecho, en 1905 el número de beneficiarios de la asistencia sanitaria domiciliaria ascendía ya a 3.255.260 de personas 6 . A pesar de esta intensa actividad normativa, durante el período liberal hay que subrayar la notable reducción del gasto público en beneficencia. Entre 1860 y 1885, el porcentaje destinado a beneficencia en los presupuestos municipales cayó de un 5,6% a un 2,6 %, mientras que en los presupuestos provinciales se pasó de un 35,5% a un 28,3%. Como explicación todo apunta a la prioridad con- cedida por el liberalismo al ahorro como instrumento de lucha contra la pobreza. Sin embargo, durante la Restauración la beneficencia privada experimentó un resurgimiento como complemento a una beneficencia pública claramente insufi- ciente. La legislación le fue más favorable, especialmente para los intereses ecle- siásticos, gracias a sendos decretos de 1875 y 1885, y a la Instrucción de marzo de 1899 “para el ejercicio del protectorado del gobierno en la Beneficencia parti- cular (…) por ser un orgullo de nuestra patria”. Lógicamente, detrás de estas iniciativas estaban las excelentes relaciones entre la Iglesia y el Estado. Todavía, en los años veinte de la centuria pasada la beneficencia privada seguía teniendo un peso considerable, con más de 11.000 fundaciones benéficas a su cargo y un 6 Apuntes para el estudio y la organización en España de las instituciones de beneficencia y previsión. Memoria de la Dirección General de Administración, Ministerio de Gobernación, citado en Maza Zorrilla (1985), pp. 207-208.
4 capital cercano a los 600 millones de pesetas 7 . En definitiva, a lo largo del siglo XIX se generó un proceso que puso la beneficencia en manos del Estado, pri- mero en los municipios y luego en las diputaciones, pero que respetó los intere- ses de la beneficencia privada. Una de las iniciativas más loables del regeneracionismo finisecular, la Co- misión de Reformas Sociales, llegó de la mano de personajes como Segismundo Moret y posteriores seguidores del nivel de Canalejas, Buylla y Adolfo Posada que estuvieron al frente del Instituto de Reformas Sociales. Detrás estaba el poso de la filosofía krausista, de gran impacto en aquella generación de intelectuales y políticos españoles. Al mismo tiempo, la publicación de la encíclica Rerum No- varum de León XIII vino a reconocer que la caridad privada no era suficiente para solucionar los cada vez más graves problemas sociales, y sirvió para coadyuvar a un cambio de mentalidad y, a la postre, una actitud favorable a la intervención del Estado entre los núcleos católicos. También aquí la cuestión social empezaría a tomar cuerpo con medidas como la creación, en 1883, de la Comisión para el estudio de las cuestiones que interesan a la mejora o bienestar de las clases obreras tanto agrícolas como industriales y que afectan a las relaciones entre el capital y el trabajo -Real De- creto de 5 de diciembre-. La iniciativa se planteó como una auténtica cuestión de estado en la que liberales y conservadores se pusieron de acuerdo, siendo nom- brado el propio Cánovas del Castillo presidente de la comisión. Poco después, en 1900, se aprobó la Ley de Accidentes de Trabajo con la que se abriría el proceloso camino de los seguros sociales en España. Las empresas pasaron a ser responsables de los accidentes de sus empleados. A pesar de su impacto simbólico, el seguro de accidentes no era todavía obligatorio. Se trataba de algo voluntario que los empresarios podían suscribir con una compañía de seguros (mutua o por acciones) que estuviese autorizada por el Gobierno. Se favoreció con ello la aparición de las mutuas patronales de accidentes. Con todo, el im- pacto de esta ley fue muy limitado, ya que las prestaciones fueron muy bajas y los incumplimientos y los retrasos en el pago de aquellas fueron habituales. Por 7 Maza Zorrilla (1985).
5 fin, en 1903 se creó el Instituto de Reformas Sociales que se encargó de la ela- boración definitiva del proyecto de ley que facultaría el Instituto Nacional de Pre- visión a comienzos de 1908. El INP tenía que gestionar el llamado “retiro obrero”. Se trataba de un sis- tema de libertad subsidiada, que en la práctica no era más que un seguro volun- tario subvencionado por el Estado. Los trabajadores se afiliaban libremente a una asociación mutua o a una caja de pensiones y, posteriormente, el Estado subvencionaba el ahorro de los propios trabajadores. Se dotó al INP de un capital fundacional de 500.000 pesetas y de una subvención anual mínima de 125.000 pesetas. Pero, únicamente los trabajadores con unos ingresos inferiores a 3.000 pesetas anuales podían acogerse a los beneficios del seguro. Es decir, nos en- contramos ante un sistema de seguro no universal y de carácter contributivo, en el que las prestaciones se calculaban a partir de las cuotas de los afiliados 8 . Las prestaciones al seguro de accidentes de trabajo siempre fueron muy bajas ya que incluso en 1935 -tres años después de que el Gobierno declarase obligatorio el seguro de accidentes- solo representaban un 0,006 % del PIB. El seguro de accidentes de trabajo introducido en 1900 funcionó con mu- chas limitaciones. Sus prestaciones eran muy bajas, y los retrasos e incumpli- mientos, habituales. En general, esos primeros seguros constituían medidas poco ambiciosas, que contaron con poca financiación pública. Sin embargo, ello no resulta del todo sorprendente, ya que uno de los argumentos utilizados por los reformistas sociales del período a favor de los seguros sociales era que estos podían ayudar a reducir el gasto público en beneficencia que, en otro caso, “re- sultarían abrumadores para el Tesoro público”. Durante la Primera Guerra Mundial se produjo una brusca caída del gasto social apreciable en el conjunto de la Administración Central. A su término, se produjo una tímida recuperación, cuya lentitud contrasta con los notables avances en materia de legislación social que tuvieron lugar en esos años. Desde la década de los años veinte el gasto en seguridad social fue ganando peso rá- pidamente y en poco tiempo se convirtió en la principal partida dentro del gasto 8 Cuesta Bustillo, Josefina (1988), Hacia los seguros sociales obligatorios. La crisis de la Res- tauración, Madrid, Ministerio de Trabajo.
6 total de la Administración Central, lo que confirma el marcado carácter bismar- ckiano que tuvo el desarrollo de la política social en España en este periodo. A la par, los programas sociales no contributivos tuvieron una importancia muy marginal en el caso español. Durante la dictadura de Primo de Rivera no se in- trodujeron nuevos seguros sociales, pero tampoco se eliminaron los que ya exis- tían, y en 1927 el Gobierno empezó a subvencionar a las familias numerosas. En consecuencia, el gasto social de la Administración Central mantuvo su ten- dencia al crecimiento durante toda la década de los años veinte. Sin embargo, este crecimiento no fue suficiente para compensar la ausencia de recuperación de las pensiones de los funcionarios, que continuaron siendo la principal partida del gasto social. Durante el periodo de la Segunda República el gasto social experimentó un salto notorio y continuó creciendo en los años de la inmediata postguerra. Con los primeros gobiernos republicanos, el gasto social experimentó un creci- miento muy importante, pasando de un 0,90 % del PIB en 1930 a un 1,94 % en 1933, en parte gracias a la introducción de nuevos programas sociales, como el seguro de desempleo voluntario, el seguro obligatorio de maternidad o el seguro de accidentes de trabajo en la agricultura. No obstante, el crecimiento del gasto en esos años se explica, sobre todo, por el crecimiento de las pensiones de los funcionarios públicos y por la inversión en obras públicas contra el paro. Sin embargo, como explicaremos a continuación, entre 1945 y 1966 tuvo lugar un período de claro estancamiento. En cambio, y en líneas generales po- demos adelantar que a partir de 1967 se inició un nuevo período de rápido cre- cimiento, que no se detuvo hasta los años ochenta. En 1993 el gasto social al- canzó el punto máximo de todo el período, situándose en un 23,71 % del PIB, y desde entonces se observa una nueva tendencia al estancamiento. 2. Las políticas sociales de la dictadura Con una extensa inversión inicial en terror y violencia física la dictadura eliminó a sus enemigos políticos asesinándolos, ejecutándolos legalmente, o do- blegándolos a través de una durísima experiencia carcelaria. El miedo y la auto- censura, como la violencia gubernamental, se convirtieron en una constante du- rante las casi cuatro décadas que duró la dictadura. No obstante, y como bien
7 señaló Carme Molinero en un importante trabajo, la dictadura intentó legitimarse y obtener el consentimiento de propios y extraños más allá del ejercicio cotidiano de la violencia desarrollando políticas asistenciales dirigidas a paliar las conse- cuencias sociales de su acción de gobierno. Así se consagró en el Fuero del Trabajo y constituyó una aportación fundamental del falangismo, que ponía así en contacto a la dictadura con la modernidad que representaba la cultura política fascista, y la generación de políticas activas de «captación de las masas para convertirlas, de pasivas beneficiarias de nuestras leyes sociales, en colaborado- ras interesadas, entusiastas y en defensoras de nuestros principios» 9 . Tras re- nunciar a la ortodoxia revolucionaria, el falangismo se refugió en el combate, más retórico que real, del problema social en España, proporcionando al régimen una coartada social y propagandística, además de una imponente base de legitimi- dad. El falangismo justificó la necesidad de políticas sociales como la mejor ga- rantía para la perdurabilidad de unas relaciones económicas y sociales que en otro tiempo había deseado refundar. Para ello había que llegar “al sector propie- tario y viejo conservador, haciéndole ver que en esa obra social está el seguro inmutable de su tranquil o bienestar”, a las clases medias e intelectuales por co- rresponderles en esta obra “el papel de dirigentes”, y los sectores de “más arrai- gada firmeza católica” por ser los más afectados “por la amenaza del comu- nismo”. En el discurso social se jugaba “la justificación moral de la guerra” y la “bondad de las intenciones que motivaron el golpe de 1936”, sin ese rescoldo de falangismo “todo podía entenderse como una brutal acometida para revertir el curso de la historia” 10 . Aquellas políticas fueron, especialmente, “un óptimo vehículo de propaganda” 11 , diseñadas para conseguir lo que expresaba Vivar Téllez: colaboradores y defensores entusiastas de la dictadura y el partido único. Sin desdeñar los efectos positivos de este paternalismo asistencial de connota- ciones católicas y nacionalizadoras, en medio de una sociedad fracturada por la desigualdad y la miseria, todos los trabajos señalan lo limitado de sus resultados y la intencionalidad política de cada actividad. La proliferación, con los años, de 9 Circular 174 del vicesecretario general Vivar Téllez, 22 de agosto de 1945, en AGA, SGM, DNP, 51/ 20739. 10 Penella, Manuel (2006), La Falange Teórica, Barcelona, Planeta, pp. 424-425. 11 Molinero, Carme (2005), La captación de las masas. Política social y propaganda en el régimen franquista, Madrid, Cátedra, pp. 211-212.
8 seguros, ayudas y subsidios con su correspondiente burocracia hizo casi impo- sible en determinados espacios que muchos ciudadanos escapasen a la auscul- tación de los intermediarios del partido o del régimen. En el mundo rural, por ejemplo, recibir un input agrario, asistencia sanitaria, cobrar la vejez o cotizar por la rama agropecuaria, implicaba el establecimiento de una relación de depen- dencia, incluso clientelar con individuos o instituciones de referencia, socializán- dose de esta forma en un franquismo banal y cotidiano, por no hablar de la faceta disciplinaria de parte de esas “políticas sociales” 12 . Las autoridades franquistas iniciaron sus políticas sociales actuando en el ámbito de la beneficencia. Ya lo habían hecho durante la guerra con la puesta en marcha del Auxilio Social, particularmente en la retaguardia rebelde, al que dieron continuidad en la postguerra con una ingente labor de propaganda. Como señala Antonieta Jarne, Auxilio Social instrumentalizó la beneficencia “invistién- dola de una nítida función política” que estigmatizaba al vencido, erosionaba su identidad y perseguía su identificación con el régimen a cambio de la propia su- pervivencia o de los hijos. Ese modelo asistencial falangista era, según Carasa, un “medio de acción política”, una forma de “socializar la aceptación del régimen” y nunca un derecho reconocido 13 . Como sabemos la mortalidad infantil se cebó en las zonas menos pobladas y económicamente deprimidas del país fundamen- talmente por peligro alimentario e infecciones. La ley de sanidad maternal e in- fantil de 1941 creó un dispositivo de asistencia pediátrica y puericultura preven- tiva a través de Centros de Higiene Rural y centros pediátricos de urgencia que paradójicamente no se instalaron prioritariamente en las provincias más castiga- das por el problema. Paralelamente la dictadura generó un discurso culpabiliza- dor que señalaba a las madres como responsables de la muerte de sus hijos por su ignorancia. Para educarlas (y disciplinarlas) se diseñaron programas de apoyo a la labor de higienistas y puericultores con instructores de sanidad y di- vulgadoras rurales de la Sección Femenina, siempre insuficientes y éstas últimas 12 Lanero Táboas, Daniel (2011), Historia dun ermo asociativo. Labregos, sindicatos verticais e políticas agrarias en Galicia baixo o franquismo, A Coruña, tresctres, p. 555. Molinero (2005), p. 111. 13 Carasa Soto, Pedro (1997), La Revolución Nacional-Asistencial durante el primer franquismo (1936-1940), Historia Contemporánea, 16, 37-47. Jarne, Antonieta (2004), Niños vergonzantes y pequeños rojos. La población marginal infantil en la Cataluña interior del primer franquismo, Hispania Nova. Revista de Historia Contemporánea, [publicación seriada en Internet] 4, [citado 1 junio 2016]. Disponible en http://hispanianova.rediris.es. Cenarro Lagunas, Ángela (2006), La sonrisa de Falange. Auxilio Social en la guerra civil y en la posguerra, Barcelona, Crítica.
9 con una nítida función política 14 . Las visitadoras sociales y las divulgadoras sa- nitarias rurales de la Sección Femenina, caras amables también de la dictadura, exhibieron idéntico semblante resultando imposible separar el siempre rácano auxilio, pero auxilio al fin y al cabo, del mensaje político, la disciplina, y el control social sobre las asistidas y su familia. Dependiente de la Delegación Nacional del Auxilio Social, y luego de Sección Femenina, se creó la Obra Nacional Sindi- calista de Protección a la Madre y al Niño (ONSPMN), con la función de ayudar, siempre por este orden, a los niños desde el embarazo y a las madres. El dere- cho a la salud de las mujeres se debía a su condición de madres, sin otra consi- deración, de la misma forma que los niños tenían “derechos no por el hecho de serlo, sino porque su salud se juzgaba imprescindible para la fortaleza de Es- paña” 15 . Esto era debido a que el objetivo de la obra obedecía inicialmente a las políticas pronatalistas de la dictadura vocacionalmente establecidas para el for- talecimiento de la nación y la raza, e inspiradas por tanto en proyectos eugené- sicos. En su afán de proteger a la infancia, la ONSPMN diseñó proyectos e ins- tituciones propias para la educación o “reeducación masiva” en los valores del régimen, destinados a niños y niñas huérfanos o en diferentes situaciones sub- jetivamente codificadas como de vulnerabilidad material o moral 16 . Otra faceta importante de la política social de la dictadura y el partido fueron las obras sindicales, instrumentos de un verticalismo minorado y subordinado que no renunció a reunir “adhesiones en el mundo del trabajo” a través de acti- vidades asistenciales propias 17 . Creadas a principios de la década de los cua- renta, entre las más importantes, y mejor financiadas, estuvo la Obra Sindical del Hogar. Pensada para contribuir a erradicar la infravivienda entre las clases tra- bajadoras, cosechó los mismos resultados modestos que la política de vivienda. Como señalaba Fandiño, el problema de la vivienda fue explotado por la “retórica nacionalsindicalista” para levantar el mito de un Estado constructor de vivienda 14 Bernabeu Mestre, Josep, et. al. (2006), Niveles de vida y salud en la España del primer fran- quismo: las desigualdades en la mortalidad infantil, Revista de Demografía Histórica, 24-1, 181- 201 y “Madres y enfermeras. Demografía y salud en la política poblacionista del primer fran- quismo” (2002), RDH, 20-1, 123-143. 15 Molinero (2005), p.166. 16 Cayuela Sánchez, Salvador (2014), Por la grandeza de la patria. La biopolítica en la España de Franco, Madrid, FCE, pp. 117-126. 17 Bernal García, Francisco (2010), El Sindicalismo Vertical, Madrid, CEPC, p. 382.
10 protegida para los menos afortunados 18 . Pero nada más lejos de la realidad. Ni el ministerio de la Vivienda, ni la Obra Sindical del Hogar, consiguieron acabar en toda la dictadura con la crisis de la vivienda para las clases populares. Las construcciones bonificadas, además de escasas, resultaron caras para sus teó- ricos beneficiaros. Eso por no hablar de tamaños y calidades de las construccio- nes, los procesos de adjudicación, o el papel desempeñado por promotores y bancos en un lucrativo negocio. Que sus hipotéticos beneficiarios tuviesen que pasar inevitablemente por el filtro sindical convirtió al partido y sus agentes en “instrumentos de fidelización política al servicio del régimen” además de “focos de atracción para parte de la población” 19 . La Obra Sindical 18 de Julio es otra de las instituciones interesantes para el propósito de este trabajo. Levantada en parte sobre la incautación del patri- monio mutualista de UGT, aspiraba a ser una pieza fundamental del Seguro Obli- gatorio de Enfermedad. Acabó sin embargo atendiendo fundamentalmente a los funcionarios del Movimiento y otros empleados públicos vía concierto con sus mutuas, y soportando la carga asistencial de sectores laborales con bajos sala- rios (y bajas cotizaciones) o atravesados por la morosidad y el fraude. Lastrados por la falta de medios materiales y facultativos, su incidencia según Lanero fue nula en el medio rural, y pequeña en el resto, pues apenas logró dar servicio al 1,25% del conjunto de la población española 20 . Educación y Descanso fue la segunda obra sindical con mayor presupuesto. Se creó para intervenir políticamente el ocio y la sociabilidad obrera al estilo del Dopolavoro fascista o la Kraft durch Freude. A través de conferencias, cursos y clases, actividades deportivas y culturales de todo tipo, hogares del productor y casas sindicales (en parte procedentes de incautaciones), la obra debía conver- tirse en un “instrumento poderoso de captación social y política” como antes lo fueron las Casas del Pueblo socialistas. Educación y Descanso apenas tuvo in- cidencia en el mundo rural, por supuesto no alcanzó a las elites económicas, 18 Fandiño Pérez, Roberto (1999), “La vivienda como objeto de propaganda en el Logroño del primer franquismo”, Berceo, 136, 176 19 Lanero Táboas, Daniel (2013), “Las políticas sociales del franquismo: las obras sindicales”. En Del Arco Blanco, Miguel Ángel, et. al. eds., No sólo miedo. Las actitudes políticas y opinión po- pular bajo la dictadura franquista, 1936-77, Granada, Comares, pp. 131-135. 20 Lanero (2013), p. 136. González Murillo, Pedro (1998a), La política social franquista: el Minis- terio de José Antonio Girón de Velasco, Madrid, UCM, tesis doctoral inédita, pp. 738-740. Dispo- nible en http://eprints.ucm.es/26326/1/T22382.pdf .
11 pues conservaron espacios propios de sociabilidad, y solo tuvo alguna incidencia entre los trabajadores urbanos y de grandes empresas, además de entre el fun- cionariado del partido o de la administración capaces de aprovechar, ya en los sesenta, sus ofertas vacacionales y residencias de verano. En 1950, según Ber- nal, apenas habían logrado afiliar al 5,4% de los asalariados españoles 21 . La previsión social tuvo una obra sindical propia, consistente en una red de agentes destacados en el ámbito rural dedicados a hacer propaganda de las ayudas y seguros sociales, al tiempo que gestionaban las correspondientes so- licitudes. Según Molinero, entre 1944-1947 y con apenas siete mil corresponsa- les a sueldo, tramitaron 22,6 millones de solicitudes de subsidios familiares, de nupcialidad, premios a la natalidad, accidentes, etc. 22 La Obra Sindical de Colo- nización, debía servir para asistir y ayudar a forjar empresarios agrícolas en el marco de una política agraria de asentamientos marcada por la propaganda, unas dimensiones muy contenidas, e incapaz de modificar la estructura de la propiedad de la tierra o crear un colectivo numeroso de pequeños propietarios. La Obra Sindical de Lucha contra el Paro resultó inoperante incluso en su tarea de conocer la cantidad de desempleados. Contabilizarlos y registrarlos hu- biera supuesto el reconocimiento implícito del fracaso político de la dictadura 23 . Incapaz de reconocer el problema del desempleo, el franquismo no desarrolló un sistema eficaz para amortiguar sus consecuencias sociales, pues el tardío se- guro de 1961 resultó discriminatorio para buena parte de los trabajadores. La obra pública y medidas igualmente limitadas como coberturas especiales por in- corporación de nueva tecnología en las empresas, fueron remedios habituales en un marco político instalado en las tesis liberales de que las prestaciones a los trabajadores en paro solo servían para estimular la vagancia y el vicio. El falangista Girón de Velasco, ministro de trabajo entre 1941 y 1957, dirigió buena parte de sus esfuerzos a la política social. Como indica Bernal García, esa faceta tuvo dos vertientes, una fue la protección de la estabilidad en el empleo, y la otra el desarrollo de los seguros sociales. A través del Instituto Nacional de 21 López Gallegos, Silvia (2004), El control del ocio en Italia y España: de la Opera Nazionale Dopolavoro a la Obra Sindical de Educación y Descanso, Investigaciones Históricas. Época mo- derna y contemporánea, 24, 229. Lanero (2013), p. 139. Bernal (2010), p. 386. 22 Bernal (2010), p. 384. Molinero (2005), p. 153. 23 González Murillo, Pedro (1998b), El control del desempleo durante el primer franquismo a través del SNEC y la OSLP”, Aportes, 36, 100-117.
12 Previsión, dependiente de Trabajo, la dictadura trató de dar consistencia a la declaración X del Fuero del Trabajo. Para ello creó el Régimen Obligatorio de Subsidios Familiares (1938), que reconocía implícitamente la insuficiencia de las retribuciones de los trabajadores para mantener a su familia, y procuraba facilitar la reclusión femenina en el hogar, desincentivar el trabajo femenino y fomentar un modelo patriarcal de familia. El subsidio, que en realidad era un seguro fami- liar contra el riesgo de miseria por el aumento de hijos, beneficiaba a trabajado- res por cuenta ajena, especialmente a los funcionarios, y apenas tuvo implanta- ción entre los agrarios por la eventualidad de las contrataciones, la cantidad de trabajadores autónomos, y la escasa colaboración del empresariado. Según da- tos de González Murillo, nunca alcanzó el millón de asegurados. El “subsidio”, así como otras medidas análogas para la protección de la familia como los prés- tamos de nupcialidad y natalidad, o los pluses familiares (“los puntos” , creados en 1945) dentro de las empresas y sin financiación ni gestión del sector público, tuvieron un alcance muy limitado en cuanto a beneficiarios y prestaciones, pero constituyeron una “pieza emblemática de la propaganda franquista” pues no en vano en 1945 llegaron a suponer el 38% del gasto social total. Como señala Lanero, el subsidio no se diseñó para apoyar a familias menesterosas, sino para apuntalar la propia institución familiar, pilar esencial de la sociedad y responsable de poblar el territorio patrio de españoles sanos y vigorosos para asegurar la defensa y la prosperidad de la nación 24 . Desde el INP y el Ministerio de Trabajo dieron continuidad al seguro de accidentes laborales. Con antecedentes en el primer tercio del siglo XX y remo- zado en 1955, se financiaba a través de la cuota empresarial y estuvo dominado por las aseguradoras privadas y mutualidades. El Estado no asumió la gestión de ese seguro dejándolo en manos de entidades colaboradoras, para las que representaba un negocio interesante por su capacidad para ajustar primas y gas- tos 25 . Cubría a los trabajadores por cuenta ajena, discriminando especialmente a los agropecuarios en sus coberturas. En 1963 las mercantiles fueron aparta- das, pero continuaron las mutuas. El seguro de Vejez e Invalidez (desarrollado 24 González Murillo (1998a), p. 224. Molinero (2005), pp. 113-115. Lanero Táboas, Daniel (2007), La extensión de los seguros agrarios en el mundo rural gallego. Entre el clientelismo político y los ecos del “estado del bienestar”, 1940-1966, Historia del Presente, 9, 154. 25 Pons Pons, Jerònia (2011), La gestión patronal del seguro obligatorio de accidentes de trabajo durante el franquismo, 1940-1975, Revista de Historia Industrial, 45, 109-143.
13 entre 1908,1919 y 1939) fue remozado en 1947 para cubrir a trabajadores por cuenta ajena por debajo de un determinado nivel de renta. Como el Seguro Obli- gatorio de Enfermedad, al que luego nos referiremos, tuvo serios problemas para su expansión en el medio agrario, donde además estuvo lastrado por su escasa capacidad contributiva. El Estado no contribuía, sino muy escasamente, con ca- pitalización pública. Una de las novedades más importantes fue la implementación del Seguro Obligatorio de Enfermedad (SOE) aunque se hizo esperar hasta septiembre de 1944. La dictadura capitalizó su puesta en marcha, pero la República se había propuesto sacar adelante un seguro obligatorio de enfermedad con intención de caminar hacia un sistema unificado y obligatorio de previsión atendiendo así las recomendaciones internacionales 26 . En palabras de Salvador Cayuela, estamos ante una creación típica de un Estado interventor incapaz de superar el concepto de “previsión social” que nos remite a una protección individual y “desconectada de la seguridad de la sociedad en su conjunto”. Un si stema de seguros sociales tradicional, con escasa capitalización estatal, y que descansaba en la adminis- tración por el Estado y entidades colaboradoras de carácter privado o semipú- blico del ahorro individual del trabajador. El resultado fue un sistema de atención sanitaria atravesado por múltiples organismos en un marco de ineficacia asisten- cial capaces de generar, en todo caso, negocio y algo de empleo 27 . González Murillo destaca un elemento básico para entender su puesta en marcha: el futuro de la nación dependía de la salud de sus trabajadores, que no del conjunto de sus ciudadanos. El SOE nacía para reforzar la capacidad econó- mica y militar del país, no por la concesión de derecho social alguno 28 . En aquella España donde el 43% de los ciudadanos era atendido por la beneficencia, el nuevo seguro sólo consideraba beneficiarios a los trabajadores por cuenta ajena y fijos por debajo de un determinado nivel de renta. No protegía a los eventuales, ni a los autónomos y, como muchos seguros de la dictadura, tampoco acogía a 26 Pons Pons, Jerònia (2009), “Los inicios del Seguro Social de Salud en España, 1923-1949. Del seguro de maternidad al Seguro Obligatorio de Enfermedad”. En XVI Encuentro de Economía Pública, Granada, 2009. 27 Molinero (2005), p. 127. 28 González Murillo, Pedro (2005), La política social del franquismo: el SOE, Aportes, 57, 64.
14 los empleados domésticos 29 . La agricultura, un sector con predominio de even- tuales y autónomos, quedó por tanto y a efectos prácticos fuera de la cobertura del SOE. No era la primera vez pues el campo había sido marginado de la pre- visión social en 1919 con el Retiro Obrero Obligatorio, y en 1900 y 1922 con la legislación sobre accidentes laborales 30 . Aunque en la mayoría de los países desarrollados la cobertura campesina fue tardía, en España a la altura de 1953 solo estaban asegurados 873.000 agricultores de un censo estimado de 4,9 mi- llones 31 . Era un seguro dirigido esencialmente a los trabajadores industriales y urbanos. El SOE protegía a las mujeres subsidiarias o aseguradas en caso de maternidad, y en 1948 absorbió al viejo seguro de maternidad. Solo a partir de 1958 comenzó la extensión del seguro de enfermedad en el mundo rural con la incorporación de eventuales eso sí, sin equiparación en prestaciones a los fijos 32 . El seguro cubría la asistencia sanitaria (inicialmente no la hospitalaria o especializada) y farmacéutica con limitaciones, y proporcionaba un porcentaje del salario base en caso de enfermedad común. La financiación se nutría a través de cotizaciones por cuenta de empresarios y trabajadores sobre el salario base, gestionadas, en última instancia, por el INP. El sistema de cotizaciones, facilitó prácticas fraudulentas. Durante años los trabajadores agrícolas debieron pagar sus propias cuotas a través de la compra al empresario de cupones de cotización por cada día trabajado, lo que redundó en un elevado fraude en la cotización ya que los propios trabajadores no deseaban que se les descontara parte de su exiguo salario por unas cotizaciones cuyo beneficio no apreciaban, ni los patro- nos abonar su parte. A la acción de los propietarios debemos añadir el papel destacado en la gestión de las políticas sociales en el agro desempeñado por las Hermandades Sindicales de Labradores y Ganaderos donde proliferaron las prácticas clientelares y corruptelas, como por ejemplo la admisión de sobornos para la tramitación de los seguros y prestaciones 33 . Sin olvidar que el beneficio social siempre estuvo asociado al control sindical de las Hermandades y sus secretarios. 29 González Murillo (1998a), p. 702. 30 Lanero (2007), p. 150. 31 González Murillo (1998a), p. 687. 32 Vila Rodríguez, Margarita; Pons Pons, Jerònia (2015), La cobertura social de los trabajadores en el campo español durante la dictadura franquista”, Historia Agraria, 66, 189. 33 Lanero (2007), p. 156.
15 En un país de agricultores llama poderosamente la atención que el campo quedase en la práctica fuera del SOE durante tanto tiempo. Los especialistas señalan como causas del retraso las dificultades técnicas para para conformar un censo profesional fiable ante las dimensiones de un sector heterogéneo y peculiar por la estacionalidad laboral y los sistemas de propiedad o de explota- ción, los obstáculos de un lobby agrario reticente como de costumbre a pagar, la mentalidad campesina, la mala información, y las prácticas fraudulentas. No ayu- daron los bajos salarios agrarios en el campo que, junto a la escasa extensión del seguro, generaban un montante cotizado insuficiente y deficitario. La falta de posibilidades de negocio ahuyentaba a las entidades colaboradoras, y dejaba al INP, obligado por ley, como el único recurso para asegurar a esos “productores económicamente débiles”. No hubo por tanto nada parecido a igualdad de pres- taciones 34 . El modelo de seguro de enfermedad anulaba los mecanismos de so- lidaridad entre trabajadores. Como señala Dolores de la Calle, el carácter parti- cularista de las mutualidades convertía a la empresa o al grupo profesional en la “comunidad natural” en la que se genera y desarrolla la solidaridad, la unidad y la hermandad frente a la identidad de clase 35 . En las empresas y sectores donde se abonaban salarios relativamente elevados e íntegramente oficializados en nó- mina, las cotizaciones permitían no sólo la percepción de unas prestaciones sa- nitarias y económicas en el límite de la decencia, sino que dejaban margen al superávit o al beneficio. En la agricultura el sistema fue sin embargo plenamente deficitario porque cotizaban pocos, y sobre bases salariales bajas además de fraudulentas. Ahí radica una explicación esencial del diferente tratamiento del sector agrario respecto a otros. Asegurar a pobres no era rentable. De hecho, el Estado no participó en su financiación hasta trascurridos tres lustros, cuando el déficit acumulado le obligó a replantearse otro modelo alternativo, una vez cons- tatada su opacidad, complejidad, ineficacia y tardía aplicación pero que tampoco resultaría del todo eficaz. Pero como señala Jerònia Pons, el franquismo no hubiera podido poner en marcha un seguro de estas características sin la colaboración de las mutuas y 34 González Murillo (2005), p. 73. 35 De la Calle Velasco, Dolores (2008), “Mutualidades laborales en el régimen de Franco”. En Congreso de la Asociación Española de Historia Económica, Murcia, 2008, pp. 3-4.
16 las entidades colaboradoras privadas procedentes de etapas anteriores. Habla- mos de cajas de empresa, montepíos, mutualidades, etc., que en cierta forma se cartelizaron con apoyo gubernamental 36 . El mutualismo laboral, aunque contro- lado por el Estado y el sindicato, terminó por ser un sistema paralelo al de los seguros sociales hasta su integración en 1967 en el sistema de seguridad social. El concurso de la experiencia del conjunto del sector privado o paraestatal, su personal e instalaciones se tornaron en cualquier caso esenciales, al tiempo que ahorraban al Estado un importante esfuerzo presupuestario complicado de afron- tar teniendo en cuenta el sistema fiscal regresivo imperante. Con el 67% de los beneficiarios del SOE atendidos por la sanidad no pública 37 , el modelo permitió a la dictadura obtener un importante rédito propagandístico con una contribución económica más que modesta. En 1963 el INP no poseía más que un 9,1% del total de camas hospitalarias del país, lo que le obligaba trabajar con otras enti- dades y a ofrecer bajo el régimen de conciertos muchos de los servicios sanita- rios cubiertos por el seguro. El resultado ha sido evidenciado por la historiografía: un policentrismo asistencial gestionado desde la descoordinación entre entida- des prestatarias. Es más, con el paso de los años y las décadas, continuaron desarrollándose regímenes especiales que contribuyeron a complicar más, si cabe, la compleja estructura del conjunto de seguros obligatorios. España, una vez más durante la dictadura, caminó a contracorriente en relación a su entorno. Mientras occidente diseñaba y ponía en práctica modelos de asistencia social universal e integral, España apostaba por el superado modelo de seguros indivi- duales, discriminatorios y con una presencia residual del Estado, que delegaba en agentes colaboradores externos 38 . El factor económico no debe obviarse en el análisis. Entre 1947 y 1952, según Molinero, el montante general del “negocio” de la previsión social superó los ocho mil trescientos millones de pesetas, de los cuales algo más de mil ochocientos se destinaron a prestaciones 39 . El dinero se distribuyó entre las más de dos cen- 36 Pons Pons, Jerònia (2010), “El Seguro Obligatorio de Enfermedad: la gestión de las entidades colaboradoras, 1942-1963”, Revista de Historia de la Economía y la Empresa, 4, 227-248. 37 González Murillo (2005), p. 70. 38 Pons Pons (2009). Redondo Rincón, Gloria (2013), El Seguro Obligatorio de Enfermedad en España: responsables técnicos y políticos de su implantación durante el franquismo, Madrid, UCM, tesis doctoral inédita, p. 362. Disponible en http://eprints.sim.ucm.es/18150/1/T34261.pdf . 39 Molinero (2005), p. 157
17 tenares de organizaciones colaboradoras de carácter estatal, paraestatal y pri- vadas que prestaban servicios sanitarios relacionados con el SOE a través de conciertos. Esos excedentes generados por una población laboral joven sirvieron para enjugar los gastos administrativos (empleo), revertían parcialmente sobre el sistema de previsión a través de fondos de reserva o planes estatales de cons- trucciones sanitarias 40 , financiaban proyectos de la dictadura, o pasaban a cuen- tas de resultados en el caso de las entidades con ánimo de lucro 41 . Los faculta- tivos habían recelado por la amenaza que el sistema de seguro obligatorio supo- nía para una concepción tradicional de la profesión basada en la clientela. La realidad fue que el SOE apenas cubrió un tercio de la población española, de- jando así buena parte del pastel a otro tipo de organismos diferentes de los es- trictamente gubernamentales. Solo a finales de los cuarenta el SOE añadió nominalmente servicios hos- pitalarios y especialidades. Será bien avanzada la década de los cincuenta cuando, lentamente y de forma desigual, España abandone las antiguas enfer- medades derivadas del hambre y la miseria generalizada que llegaron a revestir caracteres epidémicos (tuberculosis, tifus, paludismo, difteria, etc.), para abrir paso con la generalización de la penicilina y la dispensa de nuevos fármacos, a una auténtica revolución terapéutica que, durante los sesenta comenzaría a abordar el tratamiento de otras patologías. Con el mal llamado desarrollismo, apareció un modelo franquista de sanidad, si es admisible tal expresión, que combinaba el llamado médico de cabecera –del ambulatorio o privado- con la hospitalización quirúrgica que, muy mayoritariamente, se hacía en centros con- certados, donde cada vez fueron más frecuentes los partos, que dejaron de prac- ticarse en las casas particulares asistidos por vecinas “expertas”. Así fue como aumentó la demanda de hospitalización para procesos de maternidad, hospitali- zación infantil, necesidad de exploraciones o tratamiento no quirúrgicos, etcé- tera. Lo más sorprendente fue que no se alteró plenamente el modelo asistencial de la medicina privada, “lo que produjo la quiebra progresiva de la estructura 40 Según González Murillo (1998a), p. 753, a mediados de los cincuenta, la proporción de camas hospitalarias era de 7 por cada 1.000 habitantes en Europa y EEUU. En España era de 1 por casi 3.000. 41 De la Calle Velasco (2008). Marset Campos, Pedro (1995), “La salud pública durante el fran- quismo”, Dynamis, 15, 238.
18 asistencial de las residencias sanitarias –escasamente dotadas y sin posibilidad de asumir los necesarios requisitos de los establecimientos hospitalarios-” 42 . Respecto a los médicos, la ley del seguro de 1942 estableció un sistema de habilitación de profesionales médicos. A cada doctor se le asignaba un nú- mero de familias que no superaría las quinientas. La designación de los profe- sionales se establecería mediante concurso, según la ley, siendo méritos prefe- rentes los servicios prestados con nombramiento anterior al 18 de julio de 1936. Aquí se aceptaban los nombramientos en entidades privadas y las certificadas por la Obra Sindical del 18 de Julio con lo cual parece evidente la adscripción al seguro de médicos próximos a Falange. De hecho, se presentaron miles de re- clamaciones al fallo del tribunal, aunque no se estimó ninguna 43 . Posteriormente, se establecería que el personal sanitario quedaría sometido a la disciplina de la citada obra sindical. Los médicos podrían utilizar sus domicilios particulares como consultas, aunque lo que predominó durante la mayor parte del tiempo fueron las asistencias domiciliarias porque la hospitalización sólo se daba en ca- sos graves. Por lo demás, siguieron siendo habituales los cuidados domésticos y un modelo clásico de práctica médica 44 . La proporción de médicos pasó de 85 a 117 por 100.000 habitantes entre 1943 y 1960, hasta alcanzar la cifra de 30.000 médicos en este último año que llegarían a ser 42.000 en 1975. Su distribución, por otra parte, era muy desigual ya que se concentraban en los grandes núcleos de población. El perfil del profesional de la sanidad se completaba con el esta- blecimiento de consultas privadas generalistas basadas en una notable endoga- mia del sector y el prestigio social acumulado, real o ficticio. Especialistas había pocos pero pluriempleo mucho, lo que daba lugar a una posición económica ra- zonablemente alta 45 . A lo largo de toda la dictadura bien se podría hablar de una “falsa salarización” de los médicos y una heterogeneidad mayúscula entre sus diferentes status, que les llevaron a practicar el pluriempleo y la simultaneidad 42 Cayuela (2014), p. 238. Una descripción del sistema sanitario para el tardofranquismo y la transición en Duro Martínez, Juan Carlos (2014), “Discursos médicos y políticos sobre la salud comunitaria durante la transición democrática española”, Praxis Sociológica 18, 35-79. 43 Redondo Rincón (2013). 44 Comelles, Josep (2004), “Fiebres, médicos y visitadores. Notas etnográficas sobre la práctica médica durante el franquismo”. En Martínez Pérez, José, et. al. coords, La medicina ante el nuevo milenio: una perspectiva histórica, Cuenca, UCLM, pp. 989-1.015. 45 De Miguel, Jesús Manuel (1983), Estructura del sector sanitario, Madrid, Tecnos.
19 entre la medicina privada y la pública. Asimismo, fueron también bastante gene- rales prácticas de dudosa legalidad o moralidad, como las igualas, el tarugo o la dicotomía. Con diferencia, la peor situación se daba entre los médicos rurales que tenían que cubrir muchos pequeños núcleos de población dispersos en una amplia geografía, generalmente mal comunicada 46 . Finalmente, en 1963 se aprobó la Ley General de Bases de la Seguridad Social, aunque no entraría en vigor hasta 1967. Fue el sustento de la universali- zación de la protección social y la unificación del sistema de seguridad social. En ocho años el gasto social pasó de representar un 6,74 % del PIB en 1967 a un 11,66 % en 1975. La ley no respondía, en realidad, a un “esquema teórico racio- nal ni lógico. Se ha ido formando atendiendo a necesidades concretas, como se ha podido, y de acuerdo a lo que las circunstancias han permitido” 47 . De esta forma España se adhería, con veinte años de retraso, eso sí, a la tendencia que se había ido desarrollando en Europa desde 1945 bajo la influencia del Informe Beveridge 48 . No obstante, las realizaciones en ese sentido fueron todavía esca- sas, debido al mantenimiento de los regímenes especiales y al peso que conser- varon las prestaciones contributivas. Aquella ley fue un referente para el desa- rrollo de la atención primaria que se articularía más tarde porque estableció los partidos sanitarios, fijó al individuo como principal sujeto de la atención clínico sanitaria y diseñó los consejos municipales de salud como órganos asesores de los ayuntamientos 49 . El proyecto creó en los medios sociales españoles una conmoción extraor- dinaria y una abierta ofensiva después de su aprobación por el Consejo de Mi- nistros. A pesar de ello, y sin olvidar que lo que se construyó fue un sistema 46 Las igualas médicas pervivieron en el medio rural hasta los años ochenta del siglo pasado. Su práctica daba lugar a auténticos expolios médicos cuando hablamos de comunidades pequeñas en las que apenas había un par de médicos de la SS. Libres de impuestos y fijadas unilateral- mente por los propios sanitarios, escapaban del control de Sanidad, a pesar de que dichos pro- fesionales utilizaban locales, agua, luz y edificios del sistema público y con prácticas poco éticas desviaban a los usuarios para que se “apunten y paguen”. Véase la denuncia de Inmaculada Girona en la sección de Cartas al Director de El País, 9 nov.1983. El tarugo consistía en una comisión por receta extendida y la dicotomía era un porcentaje sobre las visitas derivadas a colegas o clínicas privadas. Otra práctica habitual consistía en el uso del talonario de recetas del Seguro con los pacientes privados. 47 Cayuela (2014), p. 241. 48 Borrajo Dacruz, Efrén (1985), “La reforma de la Seguridad Social. De los modelos teóricos a las revisiones razonables: El Informe Beveridge en 1985”, Documentación Laboral, 15, 7-42. 49 Duro Martínez (2014), p. 38.
20 claramente deficiente, contribuyó al nacimiento de una nueva actitud del fran- quismo encaminado a la universalización de la sanidad pública y la seguridad social. Ahora bien, el objetivo fundamental perseguía apaciguar la protesta obrera y estudiantil, conseguir la paz social y una legitimidad que la dictadura fue perdiendo progresivamente desde los años sesenta a pesar del crecimiento eco- nómico. Todo ello generó un volumen de gastos enorme que no pudo adaptarse a los auténticos objetivos de la dictadura. El gasto en salud superó en poco tiempo y de manera intensa la riqueza estatal, justo al calor de la crisis econó- mica de los años setenta. Cuando el Welfare State comenzó a cuestionarse en otros países, aquí se estaba construyendo un sistema que todavía no había cua- jado en auténtico modelo de Seguridad Social. En este punto podemos admitir la idea de que con esta iniciativa se creó un marco institucional básico para el nuevo Estado Social 50 , pero ciertamente no puede hablarse de Estado del Bienestar hasta la ley de Sanidad de 1986, aunque aquel seguro social, que cubría a casi toda la población, podía parecerlo, porque en la práctica sólo cubría situaciones laborales concretas 51 . No se trataba de un derecho universal porque fue tardía y peculiar la incorporación de colectivos como los autónomos o los agricultores, y prevaleció el mutualismo entre amplios colectivos profesionales como los funcionarios o los militares, por no mencionar a otras élites corporativas que funcionaron con un privilegiado arancel, como fueron los notarios y los registradores. Sin duda no está zanjado el debate. Otros especialistas mantienen la tesis de que el modelo institucional de política social, al menos sus fundamentos his- tóricos, se consolida en los primeros años setenta y alcanza su madurez entre los años 1977 y 1988, es decir, abundando en la idea de que el auténtico cambio de tendencia se habría dado en los años 1968 a 1972. Los argumentos se basan en que el gasto público habría pasado de un 35,3% en 1960 a un 55,9% en 1970, 50 De la Calle Velasco, Dolores (1988), “El sinuoso camino de la política social española”, Historia Contemporánea, 17, 287-308. 51 Comelles (2004).
21 o lo que viene a ser igual, que la población protegida por las prestaciones y ser- vicios públicos –Seguridad Social- pasó de un 55% en 1968 al 77% en 1973, a pesar de su baja calidad 52 . Podríamos caracterizar el modelo asistencial franquista que, debates aparte, legó un sistema de bienestar raquítico, como corporativista y despótico basándonos en estos parámetros: fue un sistema subdesarrollado en compara- ción con los de la Europa Occidental –nuestro gasto social en 1973 nunca superó el 8,6% mientras que en Alemania se elevaba hasta el 28%-; el gasto social del total de los presupuestos nacionales sólo llegó al 4% siendo la media europea del 30%; la SS actuó siempre bajo el principio de mantenimiento de ingresos; tuvo una inadecuada nivelación vertical, es decir, los asalariados cualificados fueron subsidiados por los estratos ocupacionales más bajos; no se contempló una renta mínima universal para los españoles desprotegidos, lo que dejaba a estos amplios contingentes de ciudadanos en manos de organizaciones benéfi- cas; el nivel de cotizaciones a la SS estuvo subordinado a la política general de rentas, es decir, había una clara diferencia entre el salario real y el salario base; hubo un desarrollo insuficiente de los servicios sociales sin cobertura universal, lo que favoreció los servicios ofertados por el sector privado, benefició a la Iglesia católica y permitió la compatibilización de la dedicación pública de los médicos con las consultas privadas; se basó en una escasa cobertura de los desemplea- dos; y por último la SS se utilizó como un sistema coercitivo de ahorro porque las cotizaciones fueron empleados para financiar otros fines –como el INI o a la propia banca- 53 . La herencia sanitaria de la dictadura, más allá de demagogias falangistas y propaganda tecnócrata, fue especialmente mediocre para los trabajadores: “una asistencia ambulatoria supermasificada y basada en la atención bio - farma- cológica”. El balance empeora si añadimos que para los indigen tes la atención apenas quedaba relegada, de nuevo, a la beneficencia, todo ello en hospitales con una “deshumanizada atención biologicista” 54 . 52 Rodríguez Cabrero, Gregorio (1989), “Orígenes y evolución del Estado de Bienestar español en su perspectiva histórica. Una visión general ”, Política y Sociedad, 2, 79-87. 53 Moreno Fernández, Luis (2007), “Europa Social, bienestar en España y la ´malla de seguridad`. En Espina Montero, Álvaro, coord., Estado de bienestar y competitividad. La experiencia euro- pea, Madrid, Fundación Carolina/Siglo XXI, pp. 445-511. 54 Duro Martínez (2014), p. 38.
22 3. Democratización y Estado del bienestar El contexto económico de la transición española no fue todo lo propicio que hubiera sido deseable para construir un eficaz estado de bienestar con el que satisfacer una ya prolongada y creciente reivindicación ciudadana 55 . No parece que el proceso transicional produjese una aceleración ni una disminución signi- ficativa en el ritmo de crecimiento del gasto social, que continuó siendo intenso. De hecho, entre 1975 y 1980 el gasto social creció cinco puntos porcentuales sobre el PIB, pasando de representar un 11,66% en 1975 a un 16,56% en 1980. Durante estos años se rompió, además, un importante límite institucional para el desarrollo de un auténtico Estado del Bienestar, gracias a la reforma del IRPF de 1977. Hasta ese momento el gasto social se había financiado primordialmente con cotizaciones sociales, un mecanismo claramente regresivo. La presión fiscal en términos de impuestos sobre la renta y el patrimonio era en 1974 práctica- mente igual que en 1960, mientras que la correspondiente a las cotizaciones sociales se había duplicado en el mismo período. 55 Muñoz de Bustillo Llorente, Rafael (2008), “La transición político-económica y la construcción del Estado de Bienestar en España (1975-1986)”, Foro de Educación, 10, 11-22.
23 Este es, sin duda, el principal cambio apreciable porque aquella tendencia se invirtió desde 1977, y los impuestos sobre la renta aumentaron de manera significativa su trascendencia. De esta manera, la reforma fiscal de 1977 no sólo hizo sostenible el crecimiento del gasto social, sino que permitió darle al sistema una orientación más redistributiva y disminuir el peso de las contribuciones so- ciales en su financiación. El paso de los años ha demostrado, no obstante, que la presión fiscal española ha estado por debajo de lo necesario, tal vez porque se confió en exceso el sostenimiento del gasto social a un hipotético crecimiento sin fin de la economía nacional que, en contra de esos vaticinios, fue dando muestras de una evolución más bien errática. Por ello, puede señalarse que los años de la transición coinciden con el auténtico periodo de formación del Estado de Bienestar entre nosotros pero que éste no ha podido alcanzar los niveles de cobertura y calidad de otros países europeos. Si analizamos el gasto social, durante el período 1967-2000 las pensiones de vejez y supervivencia, seguidas del gasto en sanidad, han sido las partidas más destacadas. Por el contrario, las pensiones de los funcionarios vieron redu- cida su importancia de forma continuada. En cambio, el gasto en incapacidad temporal e invalidez se estabilizó desde 1975 en niveles que representaban en- tre un 11% y un 14% del gasto social total. Las políticas activas de empleo re- presentaron una parte reducida por este concepto, aunque ganaron algo de im- portancia a partir de 1990. Finalmente, el gasto en desempleo, la otra gran lacra
24 social de la Transición, aumentó radicalmente con la crisis de los años setenta. Entre 1975 y 1980 pasó de representar un 3,98% del gasto total a un 12,64% 56 . Sobre estas precarias bases se asentó un sistema que trató de imitar a los modelos europeos pero que, por las razones que venimos relatando, apareció entre nosotros de manera tardía y renqueante y, sin duda, con una menor inten- sidad en su acción protectora, siendo esto resultado de la coincidencia del mismo con un momento de crisis económica pero también ideológica, con la llegada al poder de gobiernos neoliberales que desmantelaron en buena parte de Europa, la que fue sin discusión posible la principal conquista social de las sociedades europeas: el estado de bienestar. En España, al menos desde mediados de los setenta, se empezó a exten- der la idea de que la sanidad no era sólo un asunto técnico-médico si no que se trataba, en el fondo, de un tema político. A nadie se le escapaban las presiones y reivindicaciones de la clase obrera necesarias para la puesta en marcha, por ejemplo, del seguro de enfermedad. Eso llevó también a pensar que el presu- puesto sanitario público era bajo y que faltaban médicos, así como que era ne- cesario la unificación de los procesos sanitarios bajo la forma de una institución nueva y autónoma 57 . Sobre la salud pública pronto emergió un reguero de voces discrepantes que englobaron a sanitarios progresistas, militantes buena parte de ellos en par- tidos políticos todavía ilegales, y a sectores profesionales muy diversos. No ha- bían faltado a lo largo de la dictadura protestas a favor de la atención ambulatoria urbana y rural. El primer movimiento organizado de médicos disconformes con la organización y administración de la SS franquista data de 1966, vinculado al Colegio de Médicos de Madrid. Un poco más tarde aparecieron propuestas más “profesionalistas” con mayor carga ideológica y teórica que fueron dando a co- nocer sus posturas en algunos medios de comunicación y editoriales alternati- vas. Se hablaba de planificar y socializar la sanidad, e incluso de hacer una me- dicina más humanizada e integral. Ahora bien, el movimiento más importante en 56 Rico Gómez, Ana (1997), Descentralización y reforma sanitaria en España, 1976-1996: inten- sidad de preferencias y autonomía política como condiciones para el buen gobierno, Madrid, Instituto Juan March. 57 De Miguel, Jesús Manuel (1980), “Siete tesis erróneas sobre la política sanitaria española y una alternativa sociológica crítica”, REIS, 9, 53-80.
25 el ramo lo protagonizaron los Médicos Internos Residentes (MIR) que habían iniciado su singladura en 1964 en la Clínica Puerta de Hierro de Madrid 58 . Final- mente, ya regularizada su situación en 1976 y después de tímidos conflictos ini- ciáticos cinco años atrás, este colectivo fue sumando protestas y apoyos hasta convertirse en un nuevo movimiento social muy activo en la reconquista de las libertades democráticas 59 . En realidad, se podría hablar, más allá de reivindicaciones corporativas, de movilizaciones en pro de una nueva forma de hacer otra sanidad protagonizadas en la mayor parte de los casos por sanitarios jóvenes que habían elegido el me- dio rural por ser prácticamente el único que generaba posibilidades de trabajo remunerado y contactos más cercanos con los pacientes. Se contaron así algu- nas experiencias en las que se hablaba de racionalizar la asistencia médica des- masificando las consultas o se desarrollaron programas de salud mental comu- nitaria. Poco a poco, también los partidos políticos en la oposición a la guberna- mental UCD de Adolfo Suárez, fueron incorporando a sus programas medidas conducentes a la superación de un sistema sanitario que entendían anacrónico e ineficiente, particularmente en la atención primaria en salud 60 . En enero de 1975 se creó una Comisión Interministerial para la Reforma Sanitaria a partir de la cual surgiría la Ley General de Sanidad y el libro Blanco de la Sanidad española de 1977. La idea era ir a un solo organismo ministerial que nacería, finalmente, en julio de 1977 61 . El reformismo ucedista intentó racio- nalizar la sanidad con la puesta en marcha del INSALUD, el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS), de la especialidad de Medicina Familiar y Comunita- ria y el sistema MIR. En 1979 también se crearía el Instituto Nacional de Servicios Sociales (INSERSO) 62 . 58 Hacia un Ministerio de Sanidad, Ya, 19 mayo 1977. 59 Véase El difícil e inalcanzable camino de la reforma sanitaria, El País, 15 sept. 1978. 60 El control parlamentario de la SS no tiene precedentes en Europa, El País, 2 dic. 1977. Sán- chez de León se refirió a la necesidad de cubrir el déficit de 70.000 camas hospitalarias y a la revalorización de las pensiones. 61 Sería el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social. Lógicamente no faltaron presiones de todo tipo recogidas con profusión en la prensa de la época, véase La reforma sanitaria, El País, 25 feb. 1977. Por entonces el 95% de los profesionales sanitarios recibían un salario de alguna entidad pública y cada médico tenía un promedio de 2/3 puestos de trabajo. 62 El País, 20 julio 1980, entrevista al ministro de Sanidad y Seguridad Social, Juan Rovira Tara- zona: “Si la reforma sanitaria funciona como esperamos, la desmasificación de los hospitales será efectiva y espectacular”.
26 Aunque no se suele señalar el proceso transicional significó para muchos ciudadanos algo más que un ideal de libertad. Como señala Benedicto, significó también “la culminación de un proyecto histórico en el que se resumen los de- seos de bienestar social, renovación cultural, presencia en la escena internacio- nal” 63 . La democratización de este país tuvo un fuerte componente redistributivo, y la sociedad civil, articulada en formas diversas, no sólo pugnó por el desman- telamiento del antiguo régimen, sino también por la creación de una democracia social en medio de un sistema de relaciones socioeconómicas dominado por la desigualdad. Existió un sector de la ciudadanía para el que la democratización y la libertad en España no podían considerarse tales sin la construcción de un sis- tema de acceso igualitario a un paquete de recursos básicos de protección so- cial. Debe señalarse también que, aunque ha prevalecido la explicación de la Transición como un proceso modélico caracterizado por el consenso, lo cierto es que no faltó crispación y enconado enfrentamiento político más allá de acuerdos notables como los Pactos de la Moncloa en 1977 o la Constitución de 1978. La Sanidad no fue ajena a esas diatribas y, presa también de intereses partidarios, quedó en múltiples ocasiones solapada y ajena a los tan alabados, retrospectiva e imaginariamente, acuerdos de Estado. Hizo falta, por desgracia, una grave cri- sis como la provocada por la adulteración del aceite de colza, con más de cuatro mil víctimas mortales y veinte mil afectados, para que la sanidad volviera a colo- carse en el ojo del debate político y social a partir de mayo de 1981, demostrando la precaria situación de la salud pública española 64 . Claro que, para entonces, estaba ya prácticamente agotado el proyecto político centrista y muy próximo el relevo gubernamental con el Partido Socialista de Felipe González que, entre otras cosas, tuvo que redistribuir competencias en el nuevo marco del Estado de las Autonomías. Los objetivos serían la estabi- lización del gasto social, con la Ley de pensiones de 1985, y la Ley General de Sanidad de 1986. El modelo a seguir era el sistema sanitario imperante en los 63 Benedicto Millán, Jorge (2006), “La construcción de la ciudadanía democrática en España, 1977-2004”, REIS, 114, 109. 64 El consumo de aceite de colza, causa de la epidemia de neumonía atípica, ABC, 18 junio 1980. Siete empresas implicadas y diez marcas tóxicas, balance provisional del fraude del aceite, El País, 26 julio 1981.
27 países del norte de Europa caracterizado por la cobertura universal y su finan- ciación con impuestos, estando orientado el sistema a la protección integral de la salud. La toma del poder, no obstante, coincidió con una importante crisis eco- nómica que lastró sus originales planes. Se ha hablado de pragmatismo para calificar aquellos intensos debates que se produjeron con antelación a la apro- bación de la ley. Después, el ministro Ernest Lluch, (1984-86) describiría como “operación primavera”, la fuerte oposición que encontraría entre los sectores sa- nitarios más conservadores y políticos capitaneados por los parlamentarios de Alianza Popular a su proyecto de Ley General de Sanidad y lo que esta suponía, la universalización de una atención sanitaria de calidad 65 . El resultado fue una ley cargada de ambigüedades que no definió un modelo inequívoco de sistema sanitario y reflejó en su articulado el proceso de enfrentamiento, resuelto con un aparente consenso 66 . Los años de la transición, propicios también para acometer en este ámbito reformas de amplio calado, no representaron para la sanidad pública la necesa- ria transformación. Los gobiernos presididos por Suárez se caracterizaron por la inestabilidad ministerial –Enrique Sánchez de León, Juan Rovira Tarazona, Al- berto Oliart Saussol, Jesús Sancho Rof y Manuel Núñez Encabo, para seis años de gobierno-. La reforma sanitaria de la UCD se quedó por fin en agua de borra- jas. Su autor, el profesor José María Segovia de Arana esgrimió los cambios sugeridos por Sánchez de León, pero el ministro estaba enfrentado con Fer- nando Abril Martorell, sucesor de Enrique Fuentes Quintana: “subimos las pen- siones el 30%, aquello repercutió en el IPC cuya bajada de aquel año me cargué, y entonces Abril montó en cólera contra el Ministerio imputándome insolidaridad y una serie de cosas que hicieron todo aquello muy difícil” 67 . Las fuertes disen- siones en el seno del partido/coalición también afectaron a los más ambiciosos y necesarios proyectos sociales donde ser reflejaron, como no podía ser de otra manera, las propias diferencias ideológicas existentes. 65 Lluch, Ernest (1998), “La ‘operación primavera’ contra la Ley General de Sanidad”. En Ortega, Francisco; Lamata, Fernando, eds., La década de la Reforma Sanitaria, Madrid, Exlibris, pp. 29- 34. 66 Giménez Muñoz, Maria del Carmen (2016), “La política sanitaria socialista durante la gestión de Ernest Lluch”, Historia del Presente, 27, 183-225. 67 Barbado Cano, Francisco Javier (2014), “El legado sanitario de Suárez”, Revista Médica, [pub- licación seriada en Internet] 178, [citado 1 junio 2016]. Disponible en http://www.rmedica.es/edi- cion/178/El-legado-sanitario-de-suarez.
28 4. Conclusiones Entre las miles de páginas que la historiografía española y foránea ha dedicado al análisis de los diferentes rasgos de la dictadura, llama la atención que cuestiones como la sanidad y la protección social se sitúen todavía entre las menos abordadas y atendidas. Una circunstancia que, probablemente, se sitúa en el epicentro de problemas relacionados con la difusión de las principales con- clusiones que se derivan de los estudios disponibles. Es por ello quizá que, a casi cuatro décadas del comienzo de la democratización del país, una parte al menos del imaginario colectivo identifica a la dictadura poco menos que como impulsora del Estado de Bienestar en España de la misma forma que la respon- sabiliza de la modernización económica y social. La realidad es sin embargo más compleja y probablemente precisa de un debate en profundidad. Por lo pronto, debemos señalar lo obvio y subrayar que, en primera instancia el franquismo se limitó a dar continuidad en España, torpe y anacrónicamente respecto a su en- torno, al desarrollo de los seguros sociales desplegados desde la Restauración, eliminando en todo caso parte del carácter voluntario que habían venido disfru- tando. Como señalan la mayoría de los especialistas aquí citados, el franquismo apenas desarrolló un sistema de seguros sociales que descansaba en el ahorro individual de los trabajadores, y cuyo disfrute dependía del tipo de trabajador que fuese cada cual o del colectivo al que perteneciese. Solo preocupaban los traba- jadores y, en cierto modo, sus familias, como si de una amenaza para la estabi- lidad del régimen se tratase que hubiera que desactivar. Durante la década de los cuarenta, los cincuenta y buena parte de los sesenta, nada existe en España asimilable a un sistema de seguridad social con derechos reconocidos para to- dos los ciudadanos por el hecho de serlo. Ni tampoco a un Estado implicado presupuestariamente en su financiación. En resumidas cuentas, la dictadura pro- tegió, esencialmente, a los trabajadores por cuenta ajena, sobre todo si eran fijos y no pertenecían a la rama agropecuaria o al servicio doméstico. Y lo hizo con el propio ahorro de los trabajadores, sin un sistema fiscal que lo complementase, y utilizando una maraña fragmentada e inconexa de seguros y entidades públicas
29 o privadas controladas desde el gobierno, en la que cada sector depositaba su dinero cotizando para sí mismo. En paralelo no podemos olvidar a la cantidad de excluidos que, incapaces de pagarse un seguro, durante buena parte de la dic- tadura continuaron dependiendo de la caridad y la asistencia benéfica para cu- rarse o sobrevivir. Crear un sistema de seguridad social universal tenía implicaciones fisca- les que muchos no deseaban asumir, pero también políticas si reparamos un instante en la influencia del INP. El ofrecimiento a la ciudadanía de una cobertura total y gestionada de forma pública y unificada, tuvo no pocos enemigos dentro de la propia dictadura, por lo que la ley de bases de la Seguridad Social tendría un desarrollo lento y errático. Abundaron las construcciones sanitarias megaló- manas y urbanas, mientras se descuidaba la atención básica en otras zonas, persistieron los problemas de legislación, coordinación y policentrismo, así como la oposición de los médicos, y falló la financiación del Estado por su escasa dis- posición a acometer una reforma fiscal basada en la progresividad. Tras casi cuatro décadas de gobierno y poco antes de morir el dictador, el ‘éxito’ fue que el 81% de la población estaba cubierta por el sistema sanitario público con ape- nas un 5% de aportación del Estado 68 . Su legado a la democracia fue un sistema confuso, corrupto, e infrafinanciado que hubo que refundar. 68 Véase Martínez Quinteiro, Esther (2008), “El INP, 1962-1977. El nacimiento de la Seguridad Social”. En Castill o, Santiago, dir., Solidaridad, seguridad y bienestar. Cien años de protección social en España, Madrid, Ministerio de Trabajo, pp. 125-160.
Movimientos populistas en Europa : la actualización del discurso totalitario en los medios de comunicación actuales y su repercusión en la opinión pública / coord. por Concha Langa-Nuño, Lucía Ballesteros-Aguayo, 2018